jueves, 22 de mayo de 2008

My Blondie Valentine

Una vez que llegas al rock n’ roll ya no puedes zafarte, repetía Nilo luego de que las luces morían bajo los árboles. El espectáculo comenzó con los tacos rojos de Ikerne marcando el paso a rastras de una guitarra sobre el césped. El silencio de los presentes se dividió entonces -en sus razones y vértices- entre dos hechos inapelables: las extrañas texturas que los performistas hacían elevar desde el verde oscuro del parque; y la cabellera máscara que caía sobre los ojos de Ikerne. Alguien del público, minutos de por medio, intentó incluirse en el número de Roland -bailarín, tercero en el conjunto de los artistas- pero fracasó al no ser parte del pacto antes mencionado. Nunca olvidar. Una vez que llegas. El rock n’ roll, sus senderos sin nombre.

Desde el inicio, la tarde para el trío de españoles había sido un seriado de accidentes afortunados. La ficha del Colectivo Yavestruz –así se hacen llamar- los define como grupo de improvisación y arte sonoro. Pocas veces las circunstancias se sumaban al arte y sus ritos como ahora. Los Yavestruz -Nilo, Roland, Ikerne- improvisaron desde el inicio de la jornada hasta el final. Vinieron a un impreciso festival urbano, traídos por una embajada igual de ausente, y ahora debían presentarse en los jardines de la Facultad de Arquitectura de la UCV, para con un par de pipotes de basura y una guitarra, armar un espectáculo al final de la tarde de Caracas. Sin iluminación, sin espacio, sin viáticos para comprar cervezas.

Antes de llegar recorrieron las autopistas atestadas de carros y vendedores ambulantes. Constataron lo que más tarde definirían como el estilo Siglo XX que tenía el caos caraqueño: congestión, violencia, indeterminación de sus límites, y un dulce vértigo bajo el verde rutilante de la naturaleza. Como dijo Ikerne, ustedes también tienen su cuota de Blade Runner, mientras marchaban apilados en el asiento trasero del carro camino a la UCV, esa otra historia futurista del siglo pasado.

Ahora era su turno en el jardín de la universidad, en el costado de esta que resiste a la muerte lenta del que una vez fue el proyecto ventana a la modernidad del país. La Facultad de Arquitectura armó un concierto-exposición, compartido por la banda local Tulio Chuecos y por un salón de jóvenes fotógrafos, y cedió el espacio del jardín a los españoles. Sin mayores recursos y tomando dimensiones de misa atávica la experiencia cobraba vida sin adelantar de que iba. Suena una guitarra que es como una alarma de ataque aéreo, suenan marchas de tambores plásticos, y Roland danza sobre su eje y el engramado del parque mientras grita poemas de Mayakovski. Todos miran atónitos, y no se explican cuando comenzó el acto. Nadie pregunta nada, y no se atreven a moverse de su sitio por no interrumpir un espacio y a una ceremonia que no tiene contornos. A un lado un grupo de graffiteros dibuja un mural. Las láminas donde pintan su paisaje de aerosol también están sobre el césped. No se sabe si juegan de telón en construcción del espectáculo Yavestruz o es que nadie se puso de acuerdo en hasta donde -y como- eran las dinámicas. El cuadro de todo esto lo completa la vida de la universidad que sigue su ritmo y que mira de soslayo –como lo hacen algunos transeúntes curiosos- a todas esas gentes raras entre los árboles. La frase de una chica del público definió el criterio holístico de la curaduría de la cita: -Pana, que arrecho todo.

Análisis de contenido aparte la frase era la titulación justa para esa ceremonia post-rock, post-moderna, y post-académica. Un festival nocturno sin más explicaciones que el silencio de todos los presentes, un mutismo mitad cómplice, mitad víctima. Al fondo un concierto de reencuentro de una banda, a otro lado una expo de fotógrafos desconocidos, más acá una performance bajo el ritmo de una guitarrista rubia, detrás, una universidad indiferente y semi-derruida. Sobre todos nosotros, la noche rock n’ roll que apenas comenzaba a cerrarse.

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