martes, 24 de marzo de 2009

Vodevil


Martín le entregó la carta a Roberto, y sonrió con esa mueca perversa. Se dirigió al baño. De lejos miró a Renata, la niña del coro, y la volvió a imaginar desnuda. La función estaba a punto de comenzar. Todos terminaban su preparación. Afortunadamente, el director estaba de buen humor por ser el final de una larguísima temporada; para él, era su última oportunidad y el momento perfecto, así que no costó convencerlo de imprimir un cambio de última hora en el aspecto del personaje, como regalo justo para alguien que había soportado tantos meses de pueblo en pueblo, de ciudad en ciudad, cantando e interpretando lo mismo. Por eso el maquillaje, y esta facha desaliñada. Sí, también por eso el ojo estallado. Es de mentira. Como todo.

La sala, por primera vez en el último mes, estaba a reventar. Todo salía según lo planeado. Buena asistencia y afuera seguía la lluvia. Su hija permanecía tranquila en la sala. Gilda acababa de llegar, a la carrera. Renata seguía desnuda, como siempre: se cambiaba a última hora mientras la orquesta daba los toques finales y los del coro tomaban sus puestos con los ojos cerrados. La concentración era absoluta en cada uno de los intérpretes. Ya todos estaban preparados, en el lugar de arranque. Menos Roberto, que acababa de leer la carta. Pero él no salía a escena desde el principio y ocupaba el lado opuesto a Martín en el escenario. Por eso estaba desesperado, no lograba acercarse para preguntarle sobre esa locura que estaba escrita allí. Había que aclarar muchas cosas antes de poner en marcha lo que habían planificado. Así no podían abandonar Madeira. No había traición posible que mereciera ese final. De igual forma, como la canción del último acto, no podría ser feliz a su lado o sin ella. No tenían salida, y de eso parecía haberse dado cuenta en ese momento. Pero no quedaba tiempo. El último timbre que avisaba el inicio estaba sonando. La luz se apagó.

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