
En algún momento el hastío nos hizo casarnos. Nuestras familias se sorprendieron, nuestros amigos nos decían que por favor esperáramos el fin del paro, pero éramos tercos. En medio de una manifestación decidimos dar el paso y los invitados a nuestra pequeña fiesta nuca llegaron, tenían miedo de participar en una celebración en tiempos de combate. Sólo nueve meses después todos se convencieron de que el motivo de aquel acto tan impulsivo no había sido un embarazo accidental, sino una necesidad urgente de salvar nuestra relación de aquel estado de inmovilidad, una manera de ser uno en medio de lo dual, de las dos mayorías. Así, conformamos un escuadrón mínimo, la célula principal de un movimiento inexistente.
Pasaron meses en los que el orgullo de conformar una incipiente minoría nos emocionaba tanto que olvidábamos el modus vivendi impuesto por las mayorías: la lucha permanente. A veces encontrábamos coincidencias ideológicas casi imperceptibles entre los opuestos, y nos habíamos enterado de que antes del toque de la diana se organizaban reuniones secretas en las que unos pocos pensaban lo mismo que otros pocos, pero la idea de oponerse al desacuerdo era tan inquietante, que no hacía falta que llegaran los cuerpos policiales, parapoliciales o subversivos para disolver la reunión.
El martes 12 de septiembre mi libreta se acabó, y todo el papel reciclado que guardábamos en casa estaba escrito o dibujado. No teníamos ni un centímetro en blanco en la pared para escribir una palabra o dibujar un solo dragón. Estábamos aburridísimos, tan aburridos que encendimos el televisor. En el canal 7, como siempre, estaba la programación extraordinaria y en el 9, también. Lo interesante era que en el canal 7 tenían un pequeño recuadro con la imagen del 9, y en el 9 uno con la imagen del 7. Los narradores del 7 comentaban la transmisión del 9 y los del 9 la del 7. Afuera, en mi cuadra, dos juntas vecinales entrenaban para la trifulca conmemorativa del aniversario de la primera revuelta de nuestra calle, pero ninguno de los canales cubrió la manifestación, a pesar de que era una de las más vistosas de la ciudad.
Esa noche nos sentamos a tomar unos tragos con algunos de los pocos amigos con los que todavía podíamos burlarnos de nosotros mismo sin discutir sobre la razón. Siempre practicábamos el mismo ritual de sacar alguna botella vieja de whisky, de ron, de vodka, de lo que fuera, con tal de burlar lo que para algunos era la ley seca y para otros la evolución de una sociedad que ya no consumía alcohol. Conversábamos sobre los rumores de reuniones clandestinas y sus asistentes, e incluso llegábamos a fantasear sobre el fin del estado de sitio. Ya en la madrugada, terminábamos muertos de la risa imitando al alcalde, parodiando al gobernador, inventando consignas graciosas y riéndonos de las noticias hasta llorar, literalmente.
Cuando todos se fueron, Jorge me dijo: “¿Por qué no hacemos algo de verdad?, ¿por qué no intentamos que toda esta espera sea menos aburrida?, vamos a divertirnos un rato, vamos a activar el escuadrón”. No lo dudé ni por un segundo y al día siguiente comenzamos a ejecutar un plan con el que había fantaseado desde que encendimos el televisor.
Pasaron meses en los que el orgullo de conformar una incipiente minoría nos emocionaba tanto que olvidábamos el modus vivendi impuesto por las mayorías: la lucha permanente. A veces encontrábamos coincidencias ideológicas casi imperceptibles entre los opuestos, y nos habíamos enterado de que antes del toque de la diana se organizaban reuniones secretas en las que unos pocos pensaban lo mismo que otros pocos, pero la idea de oponerse al desacuerdo era tan inquietante, que no hacía falta que llegaran los cuerpos policiales, parapoliciales o subversivos para disolver la reunión.
El martes 12 de septiembre mi libreta se acabó, y todo el papel reciclado que guardábamos en casa estaba escrito o dibujado. No teníamos ni un centímetro en blanco en la pared para escribir una palabra o dibujar un solo dragón. Estábamos aburridísimos, tan aburridos que encendimos el televisor. En el canal 7, como siempre, estaba la programación extraordinaria y en el 9, también. Lo interesante era que en el canal 7 tenían un pequeño recuadro con la imagen del 9, y en el 9 uno con la imagen del 7. Los narradores del 7 comentaban la transmisión del 9 y los del 9 la del 7. Afuera, en mi cuadra, dos juntas vecinales entrenaban para la trifulca conmemorativa del aniversario de la primera revuelta de nuestra calle, pero ninguno de los canales cubrió la manifestación, a pesar de que era una de las más vistosas de la ciudad.
Esa noche nos sentamos a tomar unos tragos con algunos de los pocos amigos con los que todavía podíamos burlarnos de nosotros mismo sin discutir sobre la razón. Siempre practicábamos el mismo ritual de sacar alguna botella vieja de whisky, de ron, de vodka, de lo que fuera, con tal de burlar lo que para algunos era la ley seca y para otros la evolución de una sociedad que ya no consumía alcohol. Conversábamos sobre los rumores de reuniones clandestinas y sus asistentes, e incluso llegábamos a fantasear sobre el fin del estado de sitio. Ya en la madrugada, terminábamos muertos de la risa imitando al alcalde, parodiando al gobernador, inventando consignas graciosas y riéndonos de las noticias hasta llorar, literalmente.
Cuando todos se fueron, Jorge me dijo: “¿Por qué no hacemos algo de verdad?, ¿por qué no intentamos que toda esta espera sea menos aburrida?, vamos a divertirnos un rato, vamos a activar el escuadrón”. No lo dudé ni por un segundo y al día siguiente comenzamos a ejecutar un plan con el que había fantaseado desde que encendimos el televisor.
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