domingo, 24 de febrero de 2008

De rodillas, con pantuflas

Caracas es como una escalera en espiral, un espiral que gira. La cosa es saber no perderse. Perderse en los giros de Caracas, ni perderse de los giros de Caracas. El problema es que las dos cosas dan vértigo: perderse en Caracas y perderse de Caracas. Claro, siempre se puede voltear esa oración, darle un giro de 180 grados, como quien viaja de un lado del espiral al otro, y además volverla una pregunta: ¿Será que todas las escaleras en espiral son Caracas?


* * *


– ¿Como un sueño, entonces?
– Si, si… como un sueño. Pero en el sueño me despertaba de otro sueño. Uno que se me olvidó. Y cuando me levanté tenía puesto unas pantuflas azules, unos boxers negros, y andaba sin franela. Me levanté y coloqué mis pies adentro de las pantuflas, que se encontraban en un piso negro, un piso de asfalto gastado.
– Y, ¿dónde te despertaste?
– En Chacao, justo dónde la Av. Francisco de Miranda y la Av. Libertador se unen. Pero las líneas blancas que dividían los canales estaban mal pintadas, o bueno, estaban pintadas como apuntando hacia una dirección, pero definitivamente no estaban dividiendo los canales. Había una sola línea de líneas intermitentes que me dirigían en una dirección franca, y me decidí seguirlas. Caminé un largo rato, hacia el Este, como hasta Boleita. La ciudad estaba completamente vacía, apenas espiritual, pero en el fondo siempre sonaba una tonada que se repetía eternamente, y se parecía mucho a Little Sunflower, pero tocada por Manny Oquendo y la Libre. Lo cierto es que seguí la línea de líneas intermitentes hasta Boleita, hasta donde había un carro estacionado en la mitad de la avenida. Por supuesto, me monté en el carro, el cual comenzó a andar en cuanto lo hice. La música seguía sonando, era como el soundtrack del sueño. Adentro del carro, me di cuenta, estaban Irene y el Junz, pero no había nadie manejando. El carro se manejaba solo. Dimos vueltas, vueltas, y más vueltas por Caracas, yendo desde Boleita hasta El Llanito, y después desde El Llanito hasta la Yaguara, de la Yaguara hasta Coche, de Coche a La Lagunita (como yendo por Tazón), de La Lagunita bajamos hasta Campo Claro, y de Campo Claro nos fuimos hasta la Silsa, de la Silsa nos fuimos hasta la Av. Baralt, por donde subimos hasta La Cota Mil y nos fuimos hasta El Marqués. En El Marqués pasó algo raro, porque de golpe dejó de sonar la música, y todos nuestros alrededores se transmutaron del Marqués al Paraíso. (Hay una teoría oscura, muy, muy underground, concebida e inútilmente propalada por un cartógrafo gocho, de Valera, pero de ascendencia judía, un tío de cabellos rizados y con patillas de prócer Venezolano, que decía que si uno agarra un mapa de Caracas, y lo dobla por la mitad, separando con simetría perfecta el Este del Oeste, y lo cierra, como quien cierra un libro, El Marqués y El Paraíso quedan perfectamente unidos, como si fuesen almas gemelas que al fin se encontraron, y que follan hasta el amanecer de tres días después...) Una vez en El Paraíso, fuimos hasta la intersección de la Av. O’Higgins y la Av. José Antonio Páez, ahí donde está la India del Paraíso, nos bajamos los tres del carro, y nos sentamos a comer una increíblemente exquisita parrilla de punta trasera y morcillas, hasta no poder más. La música, a todas estas, seguía sonando. De repente y como por arte de magia, Irene se sacó una llave del bolsillo izquierdo de su pantalón, la insertó en un pequeño ojete que había en el suelo, le dio tres vueltas a la derecha y cuatro a la izquierda, y abrió una especie de compuerta ovalada que nos invitaba a entrar en ella. Al adentrarnos nos dimos cuenta que había una escalera en espiral que bajaba de manera infinita. Llenos de grasa, carne, guasacaca y pedacitos de hallaquitas, decidimos echarle bolas al asunto, y empezamos a descender. Hubo un momento, como media hora después de haber entrado por el hoyo, en que me di cuenta que estaba completamente solo. Irene y el Junz habían desaparecido, y esto me dio un pánico horrible, una angustia exagerada. Pero no me quedaba más que seguir. Después de unos quince minutos más, toqué tierra, había llegado a lo que supuse era el final de la escalera. Ahí, en total oscuridad, y con Little Sunflower aún sonando en el ambiente, encontré una puerta, y la abrí. La luz me enceguecía un poco, pero al fin me pude dar cuenta que estaba en un café, donde en una esquina había una amiga mía, loca de bolas, que estudia poesía pura en U.C. Berkeley. Así como estaba, en boxers negros, con el pecho desnudo, lleno de grasa y motitas de hallaquitas, y con mis pantuflas azules, pedí un café, y me fui a sentar con mi amiga, Maya. Estuvimos hablando un rato, hasta que salimos, y fue ahí cuando me di cuenta que ya no estaba en Caracas, sino en Berkeley, California. En ese momento, justo cuando dejé que la puerta del café se cerrara con su propio peso, me di la vuelta y miré delicadamente hacia arriba, y encima de la puerta conseguí lo que quizá me esperaba siempre, el nombre del café escrito en chillonas letras amarillas: Café Caracas. Por alguna razón, seguido ese instante de revelación, me dejé caer con todo el peso de mi cuerpo sobre mis rodillas desnudas, y me puse a murmurar. Maya me preguntó, ¿Pero qué haces chamo? Y yo le contesté lo único que me podía salir de la boca: Le estoy rezando a María Lionza, una oración para María Lionza.
– Bicho…
– No, no, y a todas estas, píllate este link: http://maps.google.com/maps?q=caracas+google+maps&ie=UTF-8&oe=utf-8&rls=org.mozilla:en-US:official&client=firefox-a&um=1&sa=N&tab=wl



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