domingo, 3 de febrero de 2008

Un Cuento de Horror


Dos señoras, ambas de unos 77 años, se encuentran sentadas en un banco en la esquina sur-este de una plaza. El banco da la cara hacia una calle donde no se ve tránsito. La señora de la izquierda lleva un vestido largo de verano, ligeramente amarillo, y el cabello recogido; la de la derecha tiene puesto un vestido más corto, a rayas negras y blancas, y en la cabeza tiene un sombrero que la protege del sol. Es una mañana cálida de otoño. Las hojas secas caen esporádicamente de los árboles.
– El otro día me persiguió un horror –dice una.
– ¿Un horror? –contesta la otra– ¿cómo puede ser?, ¿cómo era?
– Era pequeño. No muy grande… me parece que medía unos 77 centímetros.
– …pequeño.
– Tenía como una forma cónica. No era un horror común.
– Un horror raro, ¿eh? …¿cómo un sombrero de brujo?
– Eso. Y era transparente, pero de color verde, muy verde. Como una botella vino. Todo su cuerpo era verde, con excepción de la punta de arriba, que terminaba amarillo.
– ¿Y cómo se movía?
– …con la boca hacia el piso… boca abajo.
– Veo…
– Sí, sí. Como era de cuerpo cónico, tenía la parte mas ancha contra el piso, y la punta de arriba se enfilaba directamente hacia el cielo. La boca la tenía contra el piso, en la parte mas ancha…
– Hmmm… pobre horror, debe ser una molestia caminar con la boca hacia el piso. Y, ¿qué?, ¿cómo supiste que era un horror?
– Pues, porque me lo dijo…
– ¿te lo…
– Sí, sí. Yo estaba en la 6ta Avenida con la Calle 52, esperando que cambiara el semáforo. Me dirigía hacia el parque. De repente, mientras esperaba, se me acercó el pequeño horror, y me dijo con mucha soberbia: Qué tal señora, yo soy un horror, y la voy a perseguir.
– ¡No puede ser! –bufó sorprendida la otra–, ¿y qué hiciste?
– Pues, como es de costumbre hacer en esos casos, en lo que cambió el semáforo apuré mi paso, yendo lo más rápido que me dejaba ir mi edad, y en efecto el horror comenzó a perseguirme.
– Y, ¿entonces?
– Bueno, como podrás imaginar, al pobre horror le costaba caminar a la misma velocidad a la que andaba yo. Tuve suerte. Para cuando llegué al parque, ya me le había adelantado unas dos o tres cuadras. Como no quise que me alcanzase, me adentré en el parque, tomando la ruta hacia el lag…
En este momento dejamos de escuchar la conversación de las señoras, pues pasa con gran estruendo por la calle frente a ellas una banda marcial tocando, en una versión adaptada especialmente para bandas marciales, por supuesto, la tonada The Shoes Of The Fisherman's Wife Are Some Jive Ass Slippers, de Charles Mingus. Esto dura alrededor de un minuto y setenta y siete segundos.
– …y entonces?
– Pues, justo cuando pensé que ya me había alejado suficiente del horror, me senté en un banco a leer una revista de modas. Pero, de repente, y así como había aparecido antes, el horror se apersonó a mi lado, y de un salto se sentó en el banco.
– ¿No puede ser? ¿Y qué te hizo?
– A mi, nada. Solamente me habló. Primero se disculpó por haberse tardado tanto en alcanzarme. Me dijo que hubo un momento en que le pareció que yo huía de él…
– Pobre horror… tan ingenuo.
– …y luego me ofreció un caramelo sabor a fa bemol, el cual rechacé enfáticamente, porque a mi no me gustan los caramelos con sabor a fa bemol.
– Dicen que son una especialidad de los horrores… ¿no?
– Sí, eso dicen.
– ¿Y luego?
– Pues, primero se comió uno de sus caramelos, un poco entristecido porque yo había rechazado el que él me había ofrecido, y al terminarlo, me pidió que lo excusara, pero se veía en la necesidad de orinar. Así que se bajó del banco, caminó hasta el arbusto más cercano, y orinó por la cabeza. Al terminar, la punta superior de su cuerpo, que antes había sido amarilla, ahora era morada. Cuando regresó al banco le reproché que eso de orinar por la cabeza era muy poco original de su parte, porque ya lo hacen las langostas. A lo que él me replicó que el problema es que justamente ellos, los horrores, son parientes lejanos de las langostas.
– ¿De las langostas? ¿Las langostas de mar?
– Sí, sí, claro, las langostas de mar.
– Nunca lo hubiese sospechado…
– Yo tampoco.
– …¿y después?
– Pues, de seguida, estornudó con una voltereta, cosa que hizo que todo su cuerpo resplandeciese con un color rojizo, y luego pegó un brinco, bajando del banco, y se fue corriendo, sin des-pe-dir-se.
– ¿Sin despedirse?
– Sí.
– Noooooo…
De repente las dos señoras se quedan calladísimas. Tras unos segundos la señora de la derecha ladea su cabeza varias veces en negativa y dice en voz profunda y con cuajo:
–…sin des-pe-dir-se… ¡qué horror!

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