1.
Cuando salí del avión retumbaba un grito de hélices y sueño atrasado. Aterricé en Buenos Aires a plena vigilia. Nada de sueño entre las nubes, mucho menos pensar en descanso luego de dejar una ciudad casi en llamas y con reflectores aun encendidos. La madrugada de lunes intentaba pintar un aeropuerto transitado por sombras veloces, nada familiares en el silencio de esa hora, y más cerca de la expresión de teatro japonés de los empleados de inmigración. Sombras de telón de fondo al cuadro de náufragos -ganado de clase económica- con que descendíamos del vuelo 274 de Aerolíneas Argentinas. Sombras hasta la parada de taxis donde esperaba por mi rescate de sesenta y algo de pesos, buenos días, hasta el Hotel Prestige, por favor.
Un taxi como caronte a un infierno elegido.
Un taxi como maestro de ceremonias de un vodevil urbano.
Un taxi como cabina de desintoxicación post-aeronáutica.
Un taxi con otra crónica de ciudad desde un taxi.
Un taxi –otro taxi- que recorre una ciudad con un turista –otro turista- con cara de zombi huérfano.
Intenté reconocer la ciudad mientras repasábamos la biografía del señor taxista. De cómo Venezuela a veces no está desdibujada si se cuenta que hace muchos, muchos, años estuve a punto de ir a vivir allá, si señor, unos señores muy elegantes, ellos me iban a contratar. Una avenida que se abre, y otra que la corta, y otra, y otra, mientras todos duermen. Al final, o al medio de loes edificios que quisieron ser europeos, la AVENIDA MAS ANCHA DEL MUNDO. Una vereda abierta para que toda la humanidad pase marchando y saluden a un obelisco mudo, o a nosotros que esperábamos al semáforo y su verde liberador, o a los avisos que anticipaban a Shakira por cortesía de una telefónica, o a un taller de revistas alternativas, o para saludar con banderas albicelestes a toda una ciudad-promesa que rezaba un salmo auspicioso trascrito en su nombre compuesto: Buenos Aires, Buenos Aires, Buenos Aires.
Cuando salí del avión retumbaba un grito de hélices y sueño atrasado. Aterricé en Buenos Aires a plena vigilia. Nada de sueño entre las nubes, mucho menos pensar en descanso luego de dejar una ciudad casi en llamas y con reflectores aun encendidos. La madrugada de lunes intentaba pintar un aeropuerto transitado por sombras veloces, nada familiares en el silencio de esa hora, y más cerca de la expresión de teatro japonés de los empleados de inmigración. Sombras de telón de fondo al cuadro de náufragos -ganado de clase económica- con que descendíamos del vuelo 274 de Aerolíneas Argentinas. Sombras hasta la parada de taxis donde esperaba por mi rescate de sesenta y algo de pesos, buenos días, hasta el Hotel Prestige, por favor.
Un taxi como caronte a un infierno elegido.
Un taxi como maestro de ceremonias de un vodevil urbano.
Un taxi como cabina de desintoxicación post-aeronáutica.
Un taxi con otra crónica de ciudad desde un taxi.
Un taxi –otro taxi- que recorre una ciudad con un turista –otro turista- con cara de zombi huérfano.
Intenté reconocer la ciudad mientras repasábamos la biografía del señor taxista. De cómo Venezuela a veces no está desdibujada si se cuenta que hace muchos, muchos, años estuve a punto de ir a vivir allá, si señor, unos señores muy elegantes, ellos me iban a contratar. Una avenida que se abre, y otra que la corta, y otra, y otra, mientras todos duermen. Al final, o al medio de loes edificios que quisieron ser europeos, la AVENIDA MAS ANCHA DEL MUNDO. Una vereda abierta para que toda la humanidad pase marchando y saluden a un obelisco mudo, o a nosotros que esperábamos al semáforo y su verde liberador, o a los avisos que anticipaban a Shakira por cortesía de una telefónica, o a un taller de revistas alternativas, o para saludar con banderas albicelestes a toda una ciudad-promesa que rezaba un salmo auspicioso trascrito en su nombre compuesto: Buenos Aires, Buenos Aires, Buenos Aires.
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