3.
El brindis de los dos amigos es interrumpido por el estruendo del cohete. La multitud enloquece. El aire está envilecido por una extraña mezcla de alcoholes, sudor y rayos de sol. A lo lejos suena la música de las orquestas que se arrastran por las calles en medio de un río de transeúntes que persiguen la música y la fiesta como si en ello les fuera la vida. Más allá de una cuesta empedrada, unos desquiciados se arrojan de lo alto de una fuente de concreto en la esperanza de que sus compañeros abajo les atrapen e impidan que se rompan la crisma. Hernancico lleva a Fernando a la calle siguiente y le revela lo que ya sabe: ha venido a Pamplona a correr el encierro. La noticia ha salido en los periódicos, ya que Hernancico es la celebridad de estos Sanfermines, como en otras ocasiones lo han sido estrellas de cine, famosos deportistas o aquel lejano pariente de Ernest Hemmingway venido de América a seguir los pasos de su ilustre antepasado: coger una cogorza cada uno de los nueve días que dura la fiesta. Fernando, por su parte, reconoce el valor de su amigo pero es incapaz de aplaudir su decisión, mucho menos imitarla; afirma que, por tonto que parezca, siente un gran cariño hacia su propia vida.
4.
Los informes más timoratos anuncian el peso de Diavolo en casi setecientos kilos. Se trata sin duda de la estrella principal de los Sanfermines, incluso más que el propio Hernancico, quien no tiene tapujos en reconocerlo cuando él y Fernando se acercan a los predios del corral donde guardan a los ejemplares de la ganadería La Mariposa. Allí ambos observan extasiados como aquellos ganaderos hasta entonces desconocidos pasean a sus bestias con un orgullo tal que es como si ellos mismos las hubiesen fabricado. Diavolo, el ejemplar más grande e imponente de los seis, parece una gigantesca sombra moviéndose en medio de una nube de aire caliente, levantando el polvo bajo sus patas. Nadie se atreve a acercarse a él, ni siquiera sus congéneres. Únicamente hay una persona en todo el recinto que no parece tenerle miedo: una joven mujer de pelo tan negro como el animal y la piel más blanca que jamás se haya visto. Hernán, al verla, queda hechizado no sólo por la belleza de aquella domadora, sino por su valentía al acercarse a aquel bruto de casi tres cuartos de tonelada al que sin embargo domina como si se tratase de un gatito. Fernando no da crédito a sus ojos cuando ve que la chica, en una demostración de habilidad que raya en lo temerario, salta dentro del corral con una galleta de soda en la boca, que Diávolo coge suavemente entre sus labios como un buen perrito faldero. Los aplausos de los curiosos no se hacen esperar. Hernán es uno de los que más aplaude. Dice a Fernando que debe correr junto a ese toro, y que debe conocer a esa mujer a cualquier precio.
5.
La mujer en cuestión se llama Raduka, y tiene un acento que Fernando no es capaz de ubicar. Hernán no parece estar interesado en nacionalidades; desde el momento en que entabla conversación con esta fémina parece otro. Se ha obrado la magia de los Sanfermines, ante la cual se desploma todo preámbulo amoroso. Ella, por su parte, no parece tener ojos más que para el campeón. Parece saber todo sobre él, y a pesar de que Fernando no recuerda haberla visto en años anteriores, también parece saber todo sobre Pamplona y los Sanfermines, convirtiéndose así en un mucho mejor guía para Hernán –y es que las cosas siempre parecen mejores en compañía de una hermosa mujer. Los dos no tardan en desaparecer en medio de la multitud uniformada, y Fernando descubre que se ha quedado solo. Hernán no reaparece hasta tres días después, y cuando Fernando lo vuelve a ver está colgado de la barra de un bar en la Plaza del Castillo, con un brazo pasado alrededor de la cintura de Raduka. La joven de los cabellos negros ríe con él y lo anima a seguir con la fiesta, llenándole la cabeza con una efervescencia que nada tiene que ver con los efectos del alcohol. Fernando logra acercarse a ellos y ambos le reciben con una copa. A medida que transcurre la velada se da cuenta de que Hernán está cada vez más lejos de él, si no física al menos mentalmente. Aquella mujer le tiene en sus manos, y Fernando no encuentra la manera de recordarle a su amigo la cautela que debería ser cuento viejo para un boxeador; aquella mujer le da una mala espina como pocas de las que ha tenido en la vida. Al final cae la noche derrotada, la orgía perenne está en pleno hervor, y Hernán no tarda en desaparecer arrastrado por los incansables brazos de aquella hembra venida de tierras desconocidas.
6.
Llega el día del encierro. Hernán aguarda en la calle Estafeta, puesto que no correrá el encierro desde sus inicios (algo humanamente imposible) y las cámaras querrán captar el momento en el que cruce las puertas de la plaza de toros. Por este motivo Fernando decide quedarse en casa a ver el encierro por la tele, a sabiendas de que es la única forma en que logrará ver realmente a su amigo. En la pantalla aprecia que la gente que se ha reunido allí, por supuesto, sobrepasa las predicciones más arriesgadas, y tras unos minutos la cámara se centra en el joven y famoso boxeador, alistándose para la carrera. La suya es la única cara serena de todos los que se han presentado, acaso porque a pocos metros de distancia Fernando logra distinguir el rostro de Raduka, que se ha acercado para asegurarse de que Hernán la vea mirarle desde la barrera. Fernando se siente aliviado en ese momento de no encontrarse allí. Finalmente, cuando el ruido de los cohetes anuncia el inicio de la estampida, todas las tensiones se disparan. Los escasos minutos que tardan los toros en llegar parecen siglos. Hernán empieza a correr como si estuviese surfeando esa avalancha humana que se aproxima seguida de cerca por el estruendo de la estampida. Fernando casi observa a Hernán en cámara lenta a medida que las seis sombras negras de la ganadería La Mariposa parecen llenar el encuadre de una cámara estratégicamente colocada en la barrera. Diavolo va a la cabeza, resoplando con la cornamenta baja y con una mirada que parece concentrarse directamente en la figura de Hernancico. Este corre hacia un costado para tratar de evitarlo pero el toro no parece querer arrollar a nadie más que él. La distancia entre los dos es cada vez más corta y Fernando ya se imagina lo peor: una bestia de más de media tonelada bailando la Macarena sobre la espina dorsal de su amigo. Sin embargo, en el momento en que los dos cruzan el umbral de la plaza, algo insólito ocurre: el animal se detiene en seco, como si hubiese sido frenado por una fuerza mayor a él. Nadie se lo explica, nadie sabe cómo reaccionar. Los corredores se alejan por temor a una represalia pero el toro no se mueve, y lo que es aún más increíble, Hernán parece también haberse detenido. Por un momento Fernando (y todos los que en ese momento ven el encierro en pantalla) observa como el joven se da la vuelta lentamente y su mirada se cruza con la del toro. Los dos se quedan así, mirándose fijamente y sin decir nada, con la respiración entrecortada tras el esfuerzo físico. La magia de aquel momento se rompe cuando dos miembros del equipo de primeros auxilios se acercan a Hernán y se lo llevan a un lugar seguro, mientras los pastores arrean a Diavolo con sus varas de fresno en un intento vano por devolver todo a la normalidad.
El brindis de los dos amigos es interrumpido por el estruendo del cohete. La multitud enloquece. El aire está envilecido por una extraña mezcla de alcoholes, sudor y rayos de sol. A lo lejos suena la música de las orquestas que se arrastran por las calles en medio de un río de transeúntes que persiguen la música y la fiesta como si en ello les fuera la vida. Más allá de una cuesta empedrada, unos desquiciados se arrojan de lo alto de una fuente de concreto en la esperanza de que sus compañeros abajo les atrapen e impidan que se rompan la crisma. Hernancico lleva a Fernando a la calle siguiente y le revela lo que ya sabe: ha venido a Pamplona a correr el encierro. La noticia ha salido en los periódicos, ya que Hernancico es la celebridad de estos Sanfermines, como en otras ocasiones lo han sido estrellas de cine, famosos deportistas o aquel lejano pariente de Ernest Hemmingway venido de América a seguir los pasos de su ilustre antepasado: coger una cogorza cada uno de los nueve días que dura la fiesta. Fernando, por su parte, reconoce el valor de su amigo pero es incapaz de aplaudir su decisión, mucho menos imitarla; afirma que, por tonto que parezca, siente un gran cariño hacia su propia vida.
4.
Los informes más timoratos anuncian el peso de Diavolo en casi setecientos kilos. Se trata sin duda de la estrella principal de los Sanfermines, incluso más que el propio Hernancico, quien no tiene tapujos en reconocerlo cuando él y Fernando se acercan a los predios del corral donde guardan a los ejemplares de la ganadería La Mariposa. Allí ambos observan extasiados como aquellos ganaderos hasta entonces desconocidos pasean a sus bestias con un orgullo tal que es como si ellos mismos las hubiesen fabricado. Diavolo, el ejemplar más grande e imponente de los seis, parece una gigantesca sombra moviéndose en medio de una nube de aire caliente, levantando el polvo bajo sus patas. Nadie se atreve a acercarse a él, ni siquiera sus congéneres. Únicamente hay una persona en todo el recinto que no parece tenerle miedo: una joven mujer de pelo tan negro como el animal y la piel más blanca que jamás se haya visto. Hernán, al verla, queda hechizado no sólo por la belleza de aquella domadora, sino por su valentía al acercarse a aquel bruto de casi tres cuartos de tonelada al que sin embargo domina como si se tratase de un gatito. Fernando no da crédito a sus ojos cuando ve que la chica, en una demostración de habilidad que raya en lo temerario, salta dentro del corral con una galleta de soda en la boca, que Diávolo coge suavemente entre sus labios como un buen perrito faldero. Los aplausos de los curiosos no se hacen esperar. Hernán es uno de los que más aplaude. Dice a Fernando que debe correr junto a ese toro, y que debe conocer a esa mujer a cualquier precio.
5.
La mujer en cuestión se llama Raduka, y tiene un acento que Fernando no es capaz de ubicar. Hernán no parece estar interesado en nacionalidades; desde el momento en que entabla conversación con esta fémina parece otro. Se ha obrado la magia de los Sanfermines, ante la cual se desploma todo preámbulo amoroso. Ella, por su parte, no parece tener ojos más que para el campeón. Parece saber todo sobre él, y a pesar de que Fernando no recuerda haberla visto en años anteriores, también parece saber todo sobre Pamplona y los Sanfermines, convirtiéndose así en un mucho mejor guía para Hernán –y es que las cosas siempre parecen mejores en compañía de una hermosa mujer. Los dos no tardan en desaparecer en medio de la multitud uniformada, y Fernando descubre que se ha quedado solo. Hernán no reaparece hasta tres días después, y cuando Fernando lo vuelve a ver está colgado de la barra de un bar en la Plaza del Castillo, con un brazo pasado alrededor de la cintura de Raduka. La joven de los cabellos negros ríe con él y lo anima a seguir con la fiesta, llenándole la cabeza con una efervescencia que nada tiene que ver con los efectos del alcohol. Fernando logra acercarse a ellos y ambos le reciben con una copa. A medida que transcurre la velada se da cuenta de que Hernán está cada vez más lejos de él, si no física al menos mentalmente. Aquella mujer le tiene en sus manos, y Fernando no encuentra la manera de recordarle a su amigo la cautela que debería ser cuento viejo para un boxeador; aquella mujer le da una mala espina como pocas de las que ha tenido en la vida. Al final cae la noche derrotada, la orgía perenne está en pleno hervor, y Hernán no tarda en desaparecer arrastrado por los incansables brazos de aquella hembra venida de tierras desconocidas.
6.
Llega el día del encierro. Hernán aguarda en la calle Estafeta, puesto que no correrá el encierro desde sus inicios (algo humanamente imposible) y las cámaras querrán captar el momento en el que cruce las puertas de la plaza de toros. Por este motivo Fernando decide quedarse en casa a ver el encierro por la tele, a sabiendas de que es la única forma en que logrará ver realmente a su amigo. En la pantalla aprecia que la gente que se ha reunido allí, por supuesto, sobrepasa las predicciones más arriesgadas, y tras unos minutos la cámara se centra en el joven y famoso boxeador, alistándose para la carrera. La suya es la única cara serena de todos los que se han presentado, acaso porque a pocos metros de distancia Fernando logra distinguir el rostro de Raduka, que se ha acercado para asegurarse de que Hernán la vea mirarle desde la barrera. Fernando se siente aliviado en ese momento de no encontrarse allí. Finalmente, cuando el ruido de los cohetes anuncia el inicio de la estampida, todas las tensiones se disparan. Los escasos minutos que tardan los toros en llegar parecen siglos. Hernán empieza a correr como si estuviese surfeando esa avalancha humana que se aproxima seguida de cerca por el estruendo de la estampida. Fernando casi observa a Hernán en cámara lenta a medida que las seis sombras negras de la ganadería La Mariposa parecen llenar el encuadre de una cámara estratégicamente colocada en la barrera. Diavolo va a la cabeza, resoplando con la cornamenta baja y con una mirada que parece concentrarse directamente en la figura de Hernancico. Este corre hacia un costado para tratar de evitarlo pero el toro no parece querer arrollar a nadie más que él. La distancia entre los dos es cada vez más corta y Fernando ya se imagina lo peor: una bestia de más de media tonelada bailando la Macarena sobre la espina dorsal de su amigo. Sin embargo, en el momento en que los dos cruzan el umbral de la plaza, algo insólito ocurre: el animal se detiene en seco, como si hubiese sido frenado por una fuerza mayor a él. Nadie se lo explica, nadie sabe cómo reaccionar. Los corredores se alejan por temor a una represalia pero el toro no se mueve, y lo que es aún más increíble, Hernán parece también haberse detenido. Por un momento Fernando (y todos los que en ese momento ven el encierro en pantalla) observa como el joven se da la vuelta lentamente y su mirada se cruza con la del toro. Los dos se quedan así, mirándose fijamente y sin decir nada, con la respiración entrecortada tras el esfuerzo físico. La magia de aquel momento se rompe cuando dos miembros del equipo de primeros auxilios se acercan a Hernán y se lo llevan a un lugar seguro, mientras los pastores arrean a Diavolo con sus varas de fresno en un intento vano por devolver todo a la normalidad.
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