miércoles, 17 de septiembre de 2008

Bogotá Proustiana : Una Novelita Soft Porn



Esa noche reparé en su piel blanca, blanquísima. Era como aquel personaje de David Foster Wallace, la chica del pelo raro, "no es que sea tan blanca que sea enfermiza; no es sólo que aquí, bajo el sol matinal que sale del agua, tenga el color del buen vino rosado. Tiene la textura de algo verdaderamente vivo, una suavidad elástica, como un envoltorio maduro, como una vaina. Es vulnerable y tiene profundidad". Esa noche hablamos y hablamos, dimos vueltas y vueltas y acabamos durmiendo cada uno por su lado. Demasiada charla.La mañana siguiente la pasamos en la playa del club vecino al hotel, una playa calmada, sin olas, cuyo litoral recordaba al del planeta de los simios. Me temía que apareciera Charlton Heston en cualquier momento. El ambiente en el club era extraño. La habitual bulla de los venezolanos en la playa brillaba por su ausencia y la del pelo raro (ese rojo casi granate no es muy habitual) lo atribuyó al carácter de nuevo rico que no sabe como debe comportarse ahora que, de golpe, ha adquirido un status social más alto. Un nuevo ejemplo de que la revolución bolivariana no persigue cambiar los privilegios ni los vicios acumulados en años de supuesto bienestar petrolero si no simplemente colocar a sus acólitos en los lugares en dónde pueden beneficiarse de las insultantes desigualdades del país.Al otro día nos dio por atravesar la península, en lo que resultó ser un trayecto espectacular, a pesar de las inevitables bolsas de plásticos enganchadas a los cactus, que ignoro por qué no alteraron mi percepción favorable de Paraguaná. Tal vez sea por esa parodia decadente de árbol de navidad en que se convierten. Lo cierto que es a medida que pasaban las horas, más disfrutaba con el lugar. Sería esa energía que parecía flotar en el aire. Una energía surgida de esa atmósfera de final del mundo, una energía que te agudiza los sentidos, que se inyecta por las venas, ante la cuál no hay antídotos ni corazas profilácticas. Pasamos Pueblo Nuevo y antes de llegar al Hato llegamos a la Hacienda la Pancha, de la que me había hablado maravillas mi querida pelirroja durante toda la mañana. No tardé en comprobar que no exageraba. Se trata de una casa colonial que te insufla relax desde que entras en ella y te colocan en la mano un delicioso jugo de lechosa. Nuestra habitación, un anexo a la casa principal, era un cuarto de techos altos y camas de cemento con unas ventanas construidas con botellas de colores colocadas para que parezcan los vitrales de una iglesia. Un baño reparador en la piscina trasladó reflexiones, recuerdos de infancia, paranoias marihuaneras y demás trastornos del cerebro al fondo del desagüe. Nuestras pieles se encontraron, se reconocieron y se engancharon en un frenesí amoroso que sólo precisaba de la ambientación adecuada para surgir. Esa noche dormí como un niño. Mi amante, en cambio, tuvo pesadillas.

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