A Carolina

"Todavía recuerdo tus dientes. Aunque más que tus dientes me refiero a tu sonrisa: es la que más recuerdo, una sonrisa que parece no ser la primera parte de tu cara, que lo es –en el fondo lo es y tu cara lo sabe– que parece no ser una sonrisa que se brinda por gusto, por ganas o por gestualidad natural, inmediata, efecto de algún chiste-causa o alguna cosquilla lateral, sino que se enreda en el escondite fantasma y queda allí, como apretada en una brecha y a punto de salir, y permanece, de alguna manera, pero pocos la ven y yo la veo y pienso que es a tus dientes a los que me refiero cuando en realidad lo que quiero es hablar de tu sonrisa: una sonrisa que quiero escribir con dos eres (ere de letra: la letra ere) y separar en sílabas de mayúsculas sostenidas, como en los viejos tiempos, ¿recuerdas? en la escuela primaria: SON-RRI-SA, una sonrisa (esa sonrisa) que se asoma desde tu alma desnuda que mira todo a su alrededor, como una niña que toca las cosas por primera vez, siente nuevas texturas y mantiene el silencio de la impresión, que se calla por miedo y que, también, ríe por miedo.
Es por eso que te recuerdo ahora, porque es martes de carnaval y hace tres años que te marchaste y hace quince que te conocí y hace no sé cuántos que te desnudé y te metí en mi cama (o era en la de mi hermana, no recuerdo) y siempre todo en medio del disfraz que huele a azotea, a esmalte de uñas, a papelillo, serpentina, piso roto y noches de pólvora húmeda. Pero, sobre todo para nosotros, noches alegres y de luces amarillas.
De aquella oreja sucia que te lamí en el kinder para que te rieras (¿por qué carajo te tenías que reír si en aquél momento ni siquiera tenías dientes?) y me dieras una primera y maravillosa cachetada cerca del baño de niñas. De aquél vaso de plástico roto que inauguró nuestro sexo sobre literas y hamacas al borde del descubrimiento. De aquélla chaqueta negra de lentejuelas contorneando mariposas, muy años ochentas, muy pintura de labios rojos, muy tacones lejanos que se fueron caminando sin un regreso ni una carta ni una escena de despedida. De tantos disfraces y tanto teatro en tardes de lluvia. De tantos años creyendo en aquél cuento de niños y trascendencia genética. De tú huérfana y yo el mayor que te protege. De tú caperucita y yo el lobo. De tú la cachorra y yo el oso mayor constelación de tus estrellas inventadas. De nuestras representaciones –malas y honestísimas representaciones– con capas, carreras desnudas, ojos gastados y otra vez tus dientes que eran esa sonrisa escondida desde encima del colchón sin sábanas. De todo eso, lejana Cecilia, ésta es la peor de todas tus jugadas: venirte a disfrazar del maldito tiempo que regresa.
¿Cómo vienes a decirme ahora, a través de una línea final de una carta ajena, que has regresado y quién sabe si para quedarte? Que, si no tengo problemas, quieres verme.
No es ese el asunto, Cecil, después de todo yo supongo que hasta tú con ese disfraz de carnaval eterno debes tener algún problema y, de paso, puedes verme. O podrías verme. Tengo algunos problemas, es verdad, y uno de ellos es el de la mala memoria. Sin embargo, como ya te dije, todavía, después de tantos años y una adolescencia fugaz, de centella, de alumbramiento y grito, pero también solitaria, recuerdo tu risa, o tu SON-RRI-SA.
No quiero verte. Al menos no ahora. Antes prefiero disfrazarme de gato y trepar uno a uno los tejados de esta ciudad de lluvia hasta irme lejos y convertirme en profesor de teatro de cualquier pueblo de la Amazonas y no saber nunca más de ti, ni de tus dientes blancos y enormes que muestras sin darte cuenta cuando estás nerviosa (como debes estar haciendo ahora mientras lees estas líneas). Ahora, Cecilia, querida Cecilia, soy yo el que tiene miedo. El que sonríe”.
Jhon Do Carnaval.
Traducción: Rubem Pereira.
Es por eso que te recuerdo ahora, porque es martes de carnaval y hace tres años que te marchaste y hace quince que te conocí y hace no sé cuántos que te desnudé y te metí en mi cama (o era en la de mi hermana, no recuerdo) y siempre todo en medio del disfraz que huele a azotea, a esmalte de uñas, a papelillo, serpentina, piso roto y noches de pólvora húmeda. Pero, sobre todo para nosotros, noches alegres y de luces amarillas.
De aquella oreja sucia que te lamí en el kinder para que te rieras (¿por qué carajo te tenías que reír si en aquél momento ni siquiera tenías dientes?) y me dieras una primera y maravillosa cachetada cerca del baño de niñas. De aquél vaso de plástico roto que inauguró nuestro sexo sobre literas y hamacas al borde del descubrimiento. De aquélla chaqueta negra de lentejuelas contorneando mariposas, muy años ochentas, muy pintura de labios rojos, muy tacones lejanos que se fueron caminando sin un regreso ni una carta ni una escena de despedida. De tantos disfraces y tanto teatro en tardes de lluvia. De tantos años creyendo en aquél cuento de niños y trascendencia genética. De tú huérfana y yo el mayor que te protege. De tú caperucita y yo el lobo. De tú la cachorra y yo el oso mayor constelación de tus estrellas inventadas. De nuestras representaciones –malas y honestísimas representaciones– con capas, carreras desnudas, ojos gastados y otra vez tus dientes que eran esa sonrisa escondida desde encima del colchón sin sábanas. De todo eso, lejana Cecilia, ésta es la peor de todas tus jugadas: venirte a disfrazar del maldito tiempo que regresa.
¿Cómo vienes a decirme ahora, a través de una línea final de una carta ajena, que has regresado y quién sabe si para quedarte? Que, si no tengo problemas, quieres verme.
No es ese el asunto, Cecil, después de todo yo supongo que hasta tú con ese disfraz de carnaval eterno debes tener algún problema y, de paso, puedes verme. O podrías verme. Tengo algunos problemas, es verdad, y uno de ellos es el de la mala memoria. Sin embargo, como ya te dije, todavía, después de tantos años y una adolescencia fugaz, de centella, de alumbramiento y grito, pero también solitaria, recuerdo tu risa, o tu SON-RRI-SA.
No quiero verte. Al menos no ahora. Antes prefiero disfrazarme de gato y trepar uno a uno los tejados de esta ciudad de lluvia hasta irme lejos y convertirme en profesor de teatro de cualquier pueblo de la Amazonas y no saber nunca más de ti, ni de tus dientes blancos y enormes que muestras sin darte cuenta cuando estás nerviosa (como debes estar haciendo ahora mientras lees estas líneas). Ahora, Cecilia, querida Cecilia, soy yo el que tiene miedo. El que sonríe”.
Jhon Do Carnaval.
Jhon Do Carnaval (Río do Janeiro, 1935) escribió siempre en primera persona y firmó con nombre propio todos sus personajes principales. Nunca fue tomado en serio por la crítica literaria de su país hasta su temprana muerte, a los 32 años, en la amazonia brasileña, donde fue atacado sorpresivamente por una serpiente. Do Carnaval estaba disfrazado, leía en voz alta y a ojos cerrados la carta final a su amada Cecilia, musa indiscutible de la obra de sus últimos días, para un público minoritario y juvenil (esa carta será publicada en una próxima entrada, el mes que viene). Hoy, tras haber transcurrido casi medio siglo de su desaparición, rendimos este pequeño y merecido homenaje.
Traducción: Rubem Pereira.
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