Cuando se abre la puerta, entras. Cuando la cierras, alguien enciende el automóvil y nos vamos. Atrás, como una transparencia ektacolor sobreexpuesta, se desvanece el 23 de Enero. Ángel ––¿o es su gemelo?–– nos da la espalda y levanta la mano para despedirnos a la muerte, o quizá para saludarle de vuelta a la vida. El automóvil se alza, como la tilde sobre su ‘o’, y despegamos con un aullido fluido y distante, una queja de que somos demasiados pero nunca suficientes. Nos enterramos bajo las Torres del Silencio, y de repente, en un accidente temporal, terminamos estacionados frente a una decadencia llamada Barra Bar. Todos sacan sus billeteras para pagar el taxi, pero yo grito desaforadamente “¡No sea marico nadie!”, y le entrego todos los billetes del mundo al chofer, quien ríe cual almeja, y arranca disparado hacia la ceniza que es la noche. Este es el final del comienzo ––al menos para mí.
Habíamos llegado horas antes a la estación del Metro llamada Agua Salud. El nombre, estampado en Helvética gruesa y blanca ––“Salida: 23 de Enero”–– se anunciaba como una especie de violencia felpuda que provocaba acariciarla. Nadie sabía exactamente qué esperar, pero quizá era justamente por eso que nos abalanzamos hacia las escaleras de la salida rotando rodillas y dislocando talones ––no podíamos esperar más no sabiendo qué esperar. Al cruzar la salida y entrar en una oscuridad más incierta y amenazada que la que dejábamos abajo, ya sabíamos, lo intuíamos con el reverso de nuestras rodillas, que penetrábamos otra dimensión. La Dimensión.
Yo no sé bailar. Pero quizá bailé. Hay que preguntarle a la Pichi (Huini). Su opinión de algo contará. Habrá que preguntarle también a los miles de residentes del 23 de Enero que me vieron en esas ––hay que preguntarles si eso, eso que hacía yo, era bailar. Sé que en ese momento, el momento justo en el cual Albondiga le hacía el amor a su trombón, el momento preciso en el cual Oscar se lamentaba de haber caminado fuera de esa dimensión, ese instante en el que yo desenamoraba a una multitud con mis huesos rotos y mis coyunturas de tercera generación, ese lugar en donde el café se tornaba en un ron poseído, en ese tiempo, ese segundo preciso, yo bailé. Todos son testigos de que no lo hice; todos declararán, estoy seguro, en mi contra. Son testigos de que lo que hice fue pelear con mi sombra, o son testigos de que la Pichi me ventiló por los aires sacudiéndome el tufo, o son testigos de que simplemente estaba borracho. Pero yo bailé. Y fue salsa lo que bailé. Y si no lo sabe ser viviente alguno, al menos lo saben los bloques del 23 de Enero: más sabe el diablo por viejo que por diablo. Pocos momentos después salimos todos corriendo, huyendo, persiguiendo a Graciela, que perseguía a Jesús, que perseguía a Junz, que perseguía a la Pichi, que perseguía a Ángel y a su hermano gemelo. Menos de cinco minutos después se abría una puerta y tu te montabas en el automóvil.
Ha pasado casi una semana desde ese momento, y aún me traga esa Dimensión… …Latina.
Habíamos llegado horas antes a la estación del Metro llamada Agua Salud. El nombre, estampado en Helvética gruesa y blanca ––“Salida: 23 de Enero”–– se anunciaba como una especie de violencia felpuda que provocaba acariciarla. Nadie sabía exactamente qué esperar, pero quizá era justamente por eso que nos abalanzamos hacia las escaleras de la salida rotando rodillas y dislocando talones ––no podíamos esperar más no sabiendo qué esperar. Al cruzar la salida y entrar en una oscuridad más incierta y amenazada que la que dejábamos abajo, ya sabíamos, lo intuíamos con el reverso de nuestras rodillas, que penetrábamos otra dimensión. La Dimensión.
Yo no sé bailar. Pero quizá bailé. Hay que preguntarle a la Pichi (Huini). Su opinión de algo contará. Habrá que preguntarle también a los miles de residentes del 23 de Enero que me vieron en esas ––hay que preguntarles si eso, eso que hacía yo, era bailar. Sé que en ese momento, el momento justo en el cual Albondiga le hacía el amor a su trombón, el momento preciso en el cual Oscar se lamentaba de haber caminado fuera de esa dimensión, ese instante en el que yo desenamoraba a una multitud con mis huesos rotos y mis coyunturas de tercera generación, ese lugar en donde el café se tornaba en un ron poseído, en ese tiempo, ese segundo preciso, yo bailé. Todos son testigos de que no lo hice; todos declararán, estoy seguro, en mi contra. Son testigos de que lo que hice fue pelear con mi sombra, o son testigos de que la Pichi me ventiló por los aires sacudiéndome el tufo, o son testigos de que simplemente estaba borracho. Pero yo bailé. Y fue salsa lo que bailé. Y si no lo sabe ser viviente alguno, al menos lo saben los bloques del 23 de Enero: más sabe el diablo por viejo que por diablo. Pocos momentos después salimos todos corriendo, huyendo, persiguiendo a Graciela, que perseguía a Jesús, que perseguía a Junz, que perseguía a la Pichi, que perseguía a Ángel y a su hermano gemelo. Menos de cinco minutos después se abría una puerta y tu te montabas en el automóvil.
Ha pasado casi una semana desde ese momento, y aún me traga esa Dimensión… …Latina.
1 comentario:
Juntando trozos desperdigados por la "blogosphere", deduzco que tu presencia en el 23 se debió a la defenestración del Losada. Espero que hayas tomado mejores fotos que las que se han visto por ahi. ¿Recuerdas la idea de las historias de estatuas? ¡Ahí tienes una genial!
Publicar un comentario