lunes, 14 de enero de 2008

Me voy con ese ritmo tumultuoso, con esa música...

"Antes hubo una reunión de amigos en la ciudad. Él, Nicolás, tocaba el piano con una inmensa melancolía. O era la música de la estepa la que estaba llena de tristeza. Dijo que se sentía nostálgico, que por primera vez echaba de menos sus nieves, él, tan entusiasmado con el trópico y los pájaros cálidos. Manifestó mucho enfado y mucha desolación. Sacaba del piano unas notas hirientes, trágicas, alargadas de nostalgia. Todos lo escuchaban compungidos, penetrados, enternecidos, casi haciendo en el aire los mismos pasos en un teclado invisible, para acompañarlo, para dar vueltas en su recuerdo, para qué sabe uno, para que... Y cuando la emoción llegó a lo más alto de la languidez, él golpeó rotundo los bajos, los mantuvo presionados y al interrumpir de pronto, en un final preparado, dijo:

–No puedo más. Quisiera estar en mi país. Quisiera ver esos paisajes.

Todos estaban muy compungidos porque no había manera de traer de repente a Moscú cubierto de nieve y de gorros de astracán. Esa avenida seca y fría por la orilla del río y los viejos metidos en su recio abrigo, los muchachos con grandes zapatos de madera y esas mujeres con cestas llenas de algo que uno nunca sabrá hasta el fin de los días, porque son sólo faldas y más faldas cubriendo unas conservas fiambres o panes o quien sabe qué hasta el final del edificio gris lleno de humo y mugre. ¡Cómo buscar entonces algunos osos para que se movieran torpemente en la planicie helada y jugaran en medio de su desolación y su extravío? Podría imitarse el aullido de los lobos, también perdidos, para que ese aullido hiciera compañía a las teclas destempladas y dolientes. Pero los lobos no están así nomás. Los lobos cuestan un relato, un cazador, una caravana, una casa solitaria y un extraviado en el invierno. Si no, no son lobos, ni entran en ninguna historia.

¿Cómo hacer –decían los amigos– para que Nicolás se recobre, pues está en los límites del llanto? Alguien dijo que dejara de tocar, que no molestara más, porque todos iban a bailar la balalaika. Todos se agarraron de las manos y comenzaron a moverse de un lado a otro mientras alguno tarareaba una mezcla de Ojos Negros con baile cosaco, muy mal concebido, hasta el punto que nadie coincidió en los pasos y se formó una aglomeración de idiotas y de borrachos que se iban de lado y tropezaban con los muebles y cajones. El propio Nicolás, desde su banquito, los miraba con gran desprecio y dijo:

–Ustedes no sirven para aliviarle la tristeza a nadie.

Todos interrumpieron al mismo tiempo su algarabía y lo miraron compungidos. No sabían qué hacer. ¡Cómo levantarle el entusiasmo a aquel hombre que estaba comido por la nostalgia! Lo observaron, mudos. Él se dio vuelta y volvió sobre unos compases dolientes, en forma espaciada, y finalmente cayó sobre el teclado de un modo rotundo para anunciar el gran final, y dijo:

–Ustedes no sirven para aliviarle las penas a nadie.

Y se levantó y fue hasta la ventana cerrada.

–Miren –dijo– y abrió los postigos.

Al fondo, cubiertos por una luz intensa, aparecieron el Kremlin y el río Neva. La plaza estaba llena de paseantes y una estrella grande iluminaba las torres.

Más lejos, cruzaba el río helado con algunas embarcaciones de pescadores y trastos desperdigados en la orilla. Él había pintado todo eso y para mostrarlo fabricó primero la melancolía".



Tomado del libro Viento Blanco, de Adriano González León, leído tantas veces.
Rayuela, Taller de Ediciones. Caracas, Venezuela, 2001.

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