viernes, 18 de enero de 2008

No Direction Dylan

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Bob Dylan es el hombre carretera. Una especie de analogía profanamente evidente de Zien, el hombre-libro de Auto de Fe la novela de Elías Canetti. Cómo el mismo Bob lo dijo: “En la carretera es el único sitio donde puedes ser lo que quieres ser”. Y Bob no deja de ser el mismo, a cada pueblo, a cada concierto en un stadium repleto de seguidores fundamentalistas, a cada estación de tren, o en un bar desolado donde un recital vale el whisky de la noche.
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Podemos seguir el paso de Bob en la ruta como una sucesión de saltos cuánticos. Su carrera –esa palabra que bien define su vida- podría hacer una cartografía de la época Dylan, como también de los varios Dylan que hemos tenido. El primer Dylan fatalista, adolescente, solo frente a la urbe, y profeta del tiempo de su disco homónimo, del Freewheelin´Bob Dylan, y un par de discos más. Aquel Bob proto-eléctrico y agresivo de Blonde on Blonde y varias autopistas revisitadas. O quizá el Dylan doméstico del exilio forestal de Jhon Wesley Harding o Nashville Skyline; el Dylan lleno de ira al viento tras su divorcio en Blood on the tracks y sus sucesivas giras con The Band -sus compañeros de ruta- por esos años que terminarían en el epílogo cinematográfico The Last Waltz –también de Scorsese- como adiós a los estridentes setentas. Tenemos el Bob Dylan errático y evidente de los ochentas; el Bob Dylan de ese ideario poético y desolado llamado Oh Mercy, y el padre Dylan de los noventas, siempre presente-ausente que nos dejó tres piezas maestras, su desenchufado MTV Unpluged, Out of Time, y Love and Theft
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¿Cuántos Dylan han sido posibles? ¿A dónde conduce esta mascarada frenética?.

Luego de aquella tarde de 1966, Dylan eligió el camino del destierro. Se autoexilió del cielo de los autores comprometidos, de la comunidad folk-rock de los Estados Unidos de América, y del boom posterior de Woodstocks sucesivos que lo coronaban como gran Mesías ausente, y que terminarían con la muerte de Joplin, Morrison, Hendrix, y la muerte aun más atroz de toda una década de más discursos que concreciones.

Esa especie de exilio interior llevó al Dylan de últimos sesentas a encontrar no solo el camino de un folk incendiario en su propuesta, sino a soldar su trabajo con The Band -su inseparable grupo de esos años, y al mismo tiempo a definir una particular revolución micropolítica versión country. Una teoría de la política después de la política, puertas adentro.
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Dylan echó por tierra la visión moderna y fatal del tiempo. Asumió desde el constante desplazamiento la dimensión de un pasado-presente continuo y le dio la espalda a la más peligrosa de las cárceles de nuestro pensamiento. Dylan dejó de mirar hacia el futuro.

Lo dijo : “Para mi el futuro es cosa del pasado”, no el futuro accesorio y cronométrico de los relojes, sino como figura condicionante del movimiento de los hombres y las sociedades. El futuro es cosa del pasado en un mapa temático donde los viajes a las estrellas son imposibles, o simples nombres de películas de culto; nunca una posibilidad de trascender la cárcel estelar de planeta único.

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