Iluminar es dar sentido a las cosas. Hay, en ese acto de disposición de las luces dentro del cuadro, una transferencia de significados capaz de concebir un universo completo. La Luz define. La Luz contrasta. La luz revela. La Luz hace que las cosas existan. La luz hace. Y -como dijo un señor de barbas en un comic- que se haga la luz.
¿Y si no?
¿Y si el proceso fuera a la inversa? Qué sucedería sí la luz y su derivación cromática fuera cediendo de a poco espacio a las sombras, a esa instancia del no-ser, a ese ente de razón que llena todo de contornos más oscuros, complejos, y a veces interesantes. Qué sucedería si un universo -en este caso una ciudad- fuera cediendo a las sombras por obra de filtros de cámaras, por medio del ojo de un fotógrafo. un fotógrafo que inicia un revelado a la inversa con la premisa:
¿Cómo sería Caracas sin ese sol ecuatorial que hace que las sombras no existan, que todo quede expuesto, que la vida de sus habitantes carezca de dobleces, de secretos, de líneas que se pierden? ¿Cómo será esa ciudad sin unas definiciones exactas y cubierta de sombras?
Caracas sería una ciudad de película.
Una ciudad bajo el influjo de una dirección fotográfica que aplicaría algo que Oscar Lobo encontró en sus imágenes: Caracas bajo la Noche Americana. El viejo truco de iluminación que sustituye el día por la noche haciendo que las ciudades se llenen de largas penumbras, y de una luz que parece de sueño. O de pesadilla.
Esa luna falsa llena las imágenes de la Caracas de Lobo, y hace que el tiempo en ella se detenga. Que así como cuando soñamos tiempo y espacio son categorías dúctiles, acá la ciudad es una idea, una contemplación de su interioridad, y de sus propios sueños de noche en emulsión.
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